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martes, 30 de agosto de 2016

Repúblicas Bálticas: Regresamos al mar Báltico

Hoy tenemos por delante unos doscientos quilómetros, por ello no madrugamos en exceso y desayunamos con tranquilidad.
Aprovecho para hacer un inciso en relación a los desayunos en los hoteles que hemos visitado. El café en líneas generales ha sido mejor de lo esperado, y no esperamos mucho, por la experiencia de los años y los hoteles visitados. El zumo casi siempre es malísimo y por descontado nunca hay zumo natural. El resto es embutido autóctono, queso en lonchas y grasas saturadas en forma de salchichas, baicon y similares. En este viaje no ha faltado el kefir ni los pepinillos. Siempre hay alguna presencia de vegetales, lechuga y tomate. Y en general el pan ha sido variado y de calidad. O sea que le damos un aprobado a la espera de los hoteles de Klaipēda y Riga.
Nos lanzamos de nuevo a la carretera, que en este caso será casi todo el trayecto autopista o autovia. Después de 1500 quilómetros por carreteras de tres países todavía no tenemos claro el criterio que utilizan las autoridades de tránsito para decidir los límites de velocidad. Tan pronto es de 110 km/h como baja a 70 km/h y luego regresa a 90 km/h sin previo aviso. Lo único uniforme es que dentro de las ciudades nunca se pueden sobrepasar los 50km/h.


Llegamos pronto a Klaipēda, bañada por el Báltico y puerta para visitar la península de Curlandia a la que dedicaremos el día de mañana.
Como solo son las doce del mediodía no nos dan habitación en el hotel, y solo conseguimos dejar el coche con nuestras maletas en el parking. Por ello dedicamos las tres horas siguientes a visitar el pequeño casco antiguo, que es lo único interesante de esta ciudad portuaria que durante muchos años fue alemana o prusiana.


La influencia germánica se nota en algunos edificios de la parte vieja y en los antiguos almacenes rehabilitados del puerto. 
Paseando llegamos al mercado que, al igual que en Vilnius, parece de los años sesenta del siglo pasado. Cuando todos los pueblos tienen ya supermercados modernos con surtidos idénticos a los nuestros, los mercados tienen una oferta minúscula en unas condiciones de salubridad más que discutibles. Evidentemente nada que ver con los mercados de Barcelona. No me extraña que los turistas tengan siempre en su lista la Boqueria, es un espectáculo para el que se debería pagar entrada o consumición obligatoria.


Comemos en un restaurante recomendado por la Lonely, especializado en cocina lituana. Para empezar sopa fría de remolacha y para completar "cepelinie", una masa de patata y harina, rellena de carne y hervida. Seguramente el plato más famoso de Lituania.
La sopa nos convence, mientras que los "zepelines" no nos acaban de satisfacer. Quizás por ello no somos capaces de acabarlos, o porque dos bombas de patata rellenas de carne son dos bombas para el estómago.
Tras tomar posesión de nuestra habitación decidimos acercarnos a Palanga, ciudad costera unos veinticinco quilómetros al norte. Es famosa por su larga playa, destino de vacaciones desde el tiempo de los zares.




Hoy en día seguro que nadie de la realeza se acercaría a esta especie de Salou o Benidrom en miniatura. Le libra de la horterez total el hecho de haber respetado la línea de playa y su vegetación autóctona, la condena la cantidad de chiringuitos para hacerse fotos, tatuarse, montar en cien androminas diferentes o comer porquerias de todos los paises del mundo.
Lo único que merece la pena es lo que ha provocado que la gente escoja este lugar para sus vacaciones, su playa y un mar sin fin que nos atrae con la monotonía de sus olas muriendo en la arena.


Solo nos queda volver al hotel y preparar el día siguiente en que iremos a la península de Curlalndia, a contemplar de un mar embravecido y unas dunas que prometen ser impresionantes.


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