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domingo, 7 de septiembre de 2014

Final de trayecto

Domingo 07/09/14
Hoy es nuestro. último día en Tokyo, y queremos dedicarlo a visitar la zona de Harajuku donde las jóvenes se reúnen los domingos vestidas de "lolitas" con ropas extravagantes que pueden recordar cómics de manga o novelas góticas, según la tribu a la que pertenezca.
El día amanece con lluvia, para variar, pero después de desayunar nos vamos a la zona elegida, a la salida de la estación de Harajuku. En el puente que une la avenida de Omotesando con el parque de Yoyogi.
Llegamos demasiado pronto, poco después de las diez de la mañana, y aunque hay mucha gente, de niñas disfrazadas nada de nada. La verdad es que las tiendas no abren hasta las once, y es lo que marca el inicio del día. Vemos ya gente haciendo colas para entrar en las tiendas, como si estuviéramos en rebajas, e incluso nos llama la atención una especialmente larga que resulta ser para comprar palomitas de maíz. Suponemos que deben ser las mejores del mundo, aparte de que a los japoneses parece que hacer colas no les disgusta en absoluto.
Seguimos paseando bajo la lluvia y entrando ocasionalmente en algún centro comercial por curiosidad más que por afán de compras.
En uno de ellos podemos seguir atentamente la confección exquisita de unas creps con aromas de naranja y helado que nos obligan a felicitar al cocinero ( occidental, por cierto) por su precisión y su espectáculo gratuito.


Coincidimos también con una especie de procesión en que un pequeño grupo de personas llevan algo parecido a un paso de Semana Santa pero sin interrumpir el tráfico y llamando la atención a los transeúntes que nos cruzamos con ellos.


Luego nos dirigimos a la calle Takeshita Dori, famosa por sus tiendas de moda extravagante dedicadas a las tribus que pretendemos observar.


Y caminando caminando pasamos también por un mercadillo callejero de agricultores junto a furgonetas que ofrecen comida para consumir allí mismo. Sería el equivalente a un mercat de pagés nuestro, con la salvedad de que aquí seguramente no darían permisos para cocinar en esas viejas furgonetas recicladas. La verdad es que resulta todo muy apetitoso, pero para nosotros es un poco pronto todavía.



Al final acabamos en Shibuya que hoy, al ser de día y estar lloviendo, tiene un aspecto diferente al del primer día, en que vinimos de noche. Por eso volvemos a hacer unas fotos en las que dominan los paraguas cruzando la calle.


Seguimos callejeando y entrando y saliendo de las tiendas que nos llaman la atención, comemos por la zona y luego deshacemos el camino para ver a nuestras "lolitas" ya que ha dejado de llover. Pero esta claro que esta vez no vamos a tener éxito en nuestra empresa, ya que o la lluvia o la hora han dejado la zona completamente vacía. Otra vez será. Como regalo de compensación, podemos fotografiar a la única que vemos, aunque de espaldas.


Esto ya se acaba. Estamos cansados de caminar todo el día sin parar apenas, y mañana hay que madrugar mucho para ir al aeropuerto de Narita. Por ello de regreso pasamos por el centro comercial de la estación de Tokyo y compramos algo de comida para cenar en el hotel y dar por acabado el día y prácticamente el viaje.
Cerrar las maletas se convierte en una odisea, y eso que hemos comprado recuerdos de poco volumen, pero después de dos semanas, el orden inicial,se ha ido desvirtuando. De todas formas lo conseguimos sin necesidad de abrir los fuelles suplementarios. Un éxito.
Y a dormir pronto, que el día de mañana será muy largo. Y recuperaremos las siete horas que perdimos en el viaje de ida.

sábado, 6 de septiembre de 2014

De vuelta a Tokyo

Madrugamos bastante para no llegar muy tarde a Tokyo, donde nos quedan las dos últimas noches en este hermoso y sorprendente país. Antes damos cuenta de un colosal desayuno continental que somos incapaces de acabar.
De nuevo nos lleva el microbús hasta el embarcadero y el conserje sale a despedirnos a la puerta del hotel haciendo una reverencia para acabar diciendo adiós con las dos manos. Nunca dejara de sorprendernos esas muestras de respeto y agradecimiento que a nuestros ojos puede confundirse con servilismo, pero que para ellos es algo natural que forma parte de su cultura.
Llegamos sin contratiempos a Hiroshima donde debemos sacar reserva de asiento para los dos Shinkansen que debemos tomar hoy, el primero hasta Osaka y el siguiente hasta Tokyo. Por mala suerte en el primero no hay plazas, por lo que debemos esperar una hora hasta el siguiente, tiempo que matamos paseando las maletas por el centro comercial que existe en todas las estaciones, y comprando algo de comida para el tren, pues no llegaremos a Tokyo hasta las cinco de la tarde.


La estación de Tokyo es un caos de personas arriba y abajo, de líneas de tren y de metro que se cruzan y entrecruzan a cuatro o cinco niveles diferentes y de muchas salidas al norte y al sur. Como es normal escogemos la salida inadecuada, pero damos rápidamente con el hotel. Como hemos visto en muchos sitios, la recepción del hotel se encuentra en el piso 27 y nuestra habitación en el piso 28. Las vistas espectaculares y la habitación pequeña pero práctica y cómoda.


Nos instalamos rápidamente y salimos de tiendas, que es prácticamente lo que haremos el día y medio que nos queda en Tokyo.
Hoy descubrimos un Muji, cadena que tiene un par de tiendas en Barcelona, pero aquí tiene seis plantas, y vende lo mismo ropa, muebles, comida envasada, artículos de viaje y un etcétera muy largo, pero siempre con buen gusto y precios moderados. Tiene un aire Ikea pero en japonés, y esa mezcla nos encanta.
De regreso al hotel cenamos en la zona de la estación y a dormir, que después de doce días las piernas ya pesan.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Hiroshima y Miyajima

Hoy volvemos a cambiar de hotel, o sea que nos levantamos temprano, recogemos unas maletas que cada vez cuesta más cerrar, y nos subimos al Shinkansen que nos dejara en un par de horas en Hiroshima.



Del viaje no puede decirse nada, ya que la eficiencia y puntualidad de los trenes japoneses los desnuda de anécdotas. Por cierto, aquí no hace falta crear un vagón silencioso, todos lo son, y esta prohibido usar el móvil, algo que ayuda mucho. Lo que sí es común es que todo el mundo come en el trayecto, y si no se lleva nada preparado se puede comprar a la señorita que pasa varias veces con un carrito en el que lleva tanto bebidas frías o calientes como comida.


La visita a Hiroshima se reduce al parque y el museo dedicados a la bomba atómica que los americanos (no hay que olvidar que son los únicos que la han usado, y por dos veces) tiraron sobre la ciudad en agosto de 1945.
Un tranvía nos lleva en pocos minutos desde la estación, y nos deja justo al lado del edificio que se conserva tal cuál quedó tras la explosión y que coincide casi exactamente con el punto en que estallo la bomba a unos 600 metros de altura. Es sobrecogedor ver las paredes tiznadas de humo, las vigas retorcidas, y los cascotes esparcidos por el suelo. Y eso que lo vemos en medio de un jardín con césped y árboles, no en medio del fuego y la destrucción. Junto al edificio unos activistas antinucleares hacen apología y explican su posición a quien quiera escucharles.


Cruzando el río entramos en la explanada de La Paz,  llena de monumentos commemorativos, entre los que destacan la llama permanente, que no se apagará mientras existan armas nucleares. También hay el cenotapio, un arca que contiene el nombre de todas las víctimas conocidas. Y el que más nos impactó, no tanto arquitectónicamente, sino por su significado, es el monumento a los niños que requiere una explicación.




Entre los centenares de miles de víctimas, se encontraban dos hermanas a las que la bomba no mató en el acto, sino de una forma más cruel. La primera de ellas comenzó a sentir síntomas de enfermedad a las pocas horas, como fiebre y diarrea o dolor de cabeza. Estos síntomas se fueron agravando con los días a medida que sus órganos internos se iban desintegrando, hasta que murió tras cuatro días de agonía. Era una niña.
Su hermana pareció correr mejor suerte, pero al cabo de pocos años desarrollo un cáncer linfático. Aunque en algún momento pareció superarlo, acabo muriendo en 1955, diez años después de caer la bomba. En el transcurso de su enfermedad, la niña se propuso hacer cinco mil grullas de origami o papiroflexia, ya que se considera un pájaro que trae buena suerte, y de esa forma creía poder luchar contra su enfermedad. Como murió antes de poderlas acabar sus compañeros de clase, como homenaje, lo hicieron por ella. 



La historia corrió por todo Japón y miles de niños han hecho desde entonces millones de grullas de papel, una buena muestra de ellas se encuentran tras el monumento que homenajea a todos los niños muertos y a los que luchan por la paz.


Al final de la explanada se encuentra el museo que explica que es una bomba atómica y que significó para los habitantes de Hiroshima. Sería fantástico no haberlo visitado, o mejor que no existiera, pero lo hemos visitado y hemos visto las ropas quemadas, las botellas derretidas por el calor, las vigas de acero retorcidas como sí fuera plastilina y las fotografías de la destrucción causada.
Da miedo pensar que la bomba que cayó sobre Hiroshima era de poca potencia comparada con las que hay en estos momentos en los arsenales del mundo, y que después de casi setenta años hemos retrocedido en lugar de avanzar hacia el desarme nuclear.


Todavía impactados regresamos a la estación para coger el tren hacia Miyajima y allí sucede la anécdota más increíble del viaje, ya que Carmen se encuentra con un compañero de trabajo que también ha venido de vacaciones a Japón. Es curioso que sí hubiéramos tardado cinco minutos más o menos en hacer la visita, o si hubiéramos decidido ir a comer a otro sitio, nos habríamos cruzado sin enterarnos, pero las casualidades son así.


Tras la comida cogemos un tren local (un cercanías para nosotros) que nos lleva a Miyajima-Muchi donde debemos coger el Ferry que nos llevará a la isla de Miyajima en un corto trayecto de unos diez minutos. Antes de entrar en el embarcadero ya podemos avistar el principal motivo de nuestra visita a esta isla: el tory flotante.


Bajamos del barco sin tener idea de donde se encuentra nuestro hotel, según las indicaciones de Booking está a diez minutos caminado del embarcadero y con el calor que hace se nos hace un mundo. Pero, maravilla! Justo a la salida hay aparcado un microbús con el nombre del hotel y su amable conductor tras comprobar que estamos en la lista de huéspedes (eficiencia japonesa) nos traslada cómodamente hasta el hotel. Allí nos están esperando sendas camareras que después de saludarnos con una gran reverencia, se hacen cargo de nuestras maletas mientras hacemos los trámites de entrada. Un botones con aspecto y vestido de judoka nos acompaña a nuestra habitación llevando nuestras dos maletas en volandas (33 kilos en el aeropuerto) y nos enseña nuestra fantástica habitación típica japonesa, con su tatami en el suelo, los paneles de madera y papel, y las mesas bajas con unos sillones sin patas que a Jorge se le aparecen como potros de tortura, dada su poca flexibilidad. Además nos muestra nuestras yukatas, una especie de kimono sencillo, y nuestras sandalias, que nos servirán mientras estemos alojados.




Salimos a pasear y sobre todo a fotografiar el gran tory y el templo flotante al que da entrada. Antiguamente la isla era considerada sagrada y no podía pisarse en ella, por lo que los fieles llegaban en barca atravesando el tory y luego desembarcaban directamente en el templo que se encuentra sobre el mar como un palafito.


Por la noche decidimos arriesgarnos y bajar a cenar vestidos con la yukata, entramos con miedo a hacer el ridículo en el comedor, pero nadie se fija en nosotros y hay más clientes vestidos igual, por lo que disfrutamos de una espléndida cena de una docena de platos típicos de la zona que el maitre se esfuerza en explicarnos en inglés, lo que dado nuestro nivel y su acento no nos ayuda mucho.
Tras la cena nos damos el gustazo de salir a pasear así ataviados, ya que cuando se va el último ferri queda la isla tranquila y vacía, y podemos contemplar con tranquilidad los monumentos iluminados y el maravilloso lugar en que pasáremos esta noche.



Mańana volvemos a Tokyo y nos esperan unas cuantas horas de tren.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Kyoto



Para hoy hemos dejado los últimos deberes en Kyoto. El templo de Inari, con sus miles de Toris subiendo por la ladera de la montaña, el bosque de bambú, y el mercado de Nishiki.


El día amanece lluvioso, como casi siempre, pero cuando cogemos el tren ya no llueve. El trayecto hasta Inari es sólo de un par de estaciones desde la central de Kyoto por la línea de Nara. Al llegar no hay perdida, porque casi todas las personas que bajan del tren se dirigen en la misma dirección.



El templo en sí no tiene mucha historia, sobre todo teniendo en cuenta que ya hemos visitado muchos y muy espectaculares. Aquí a lo que venimos es a ver el largo paseo, casi como un túnel naranja, y a intentar hacer alguna fotografía digna de National Geographic o la difunta Altair (no os perdáis el número dedicado a Japón, fue el principio de nuestro viaje).


A pesar de la muchedumbre la visita merece la pena, y a ratos podemos ir sacando fotografías sin intrusos que las estropeen con su presencia. Lo que no se puede encontrar aquí es paz espiritual o relajación. Es turismo puro y duro.

Como la visita es cortita, cogemos el tren de regreso a Kyoto, para coger allí la otra línea que nos lleva al bosque de bambú, otro icono fotográfico de Japón que no queremos perdernos.
Al salir de la estación el camino es un poco confuso, y nos cuesta orientarnos porque todos los carteles dan referencia de templos, y ninguno del famoso bosque. Sacamos la "biblia" de la mochila (léase Lonely Planet), y caminamos en la dirección que indica el plano.


Hago un inciso al mencionar el plano de L. Planet, y es que son poco precisos, con una impresión muy tenue, en la que cuesta distinguir calles y avenidas, y además los símbolos y textos son tan pequeños que nos complican la vida a los que sufrimos la presbicia propia de la edad.


Siguiendo con el relato, acertamos el camino y la dirección, y en diez minutos escasos llegamos al famoso bosque. Aquí también hay una gran cantidad de turistas y escolares que impiden dar un paseo relajado y silencioso como sería nuestra intención. Hay que realizar un esfuerzo de abstracción, y fijar toda la atención en la belleza que nos rodea. 
Un bosque de bambú es diferente al resto de los bosques. No hay más plantas, sólo las largas cañas que parecen crecer rectas hasta el cielo, y que en su conjunto crean una atmósfera que tiene algo de hipnótico o relajante. Encontrarse realmente solo en medio de un bosque como este debe ser una experiencia única, sobre todo sí el viento sopla entre las cañas.


Desistimos de visitar los templos del entorno, porque seguramente ya hemos cubierto el cupo para una buena temporada, y volvemos a nuestra base de operaciones, la estación de Kyoto, desde donde subimos en autobús al centro para visitar el mercado de Nishiki, el más famoso de Kyoto.


Realmente no es un mercado en el sentido que nosotros le damos, de recinto cerrado y techado en el que se despachan alimentos perecederos, básicamente carne, pescado y frutas y verduras. En este caso se trata de una calle peatonal cubierta y a ambos lados se distribuyen gran cantidad de comercios, muchos de alimentación  pero también de cerámica, cuchillos o puestos de comida. 


En uno de estos últimos degustamos unos palitos de una masa rellena de diferentes cosas, en nuestro caso queso y pulpo. Muy buenos, aunque como casi siempre ignoramos de que esta hecho lo que comemos.


El mercado sirve para ver alimentos curiosos, por su rareza o por su presentación. El pescado o la fruta se venden por unidades, no al peso, y las paradas no lucen  cantidades ingentes de alimentos, sino que , salvo excepciones, las exposiciones son casi minimalistas. Para un observador ignorante, como es el caso, se diría que los japoneses odian las cosas amontonadas porque aman el orden. Lo que contrasta con la forma en que viven, amontonados y moviéndose en lo que parece un caos controlado.


Tras el mercado vamos a comer y nos quedamos por la zona practicando el noble deporte japonés de ir de tiendas.
Por hoy ya está bien. Mañana dejamos el hotel para dirigirnos a la penúltima etapa de nuestro viaje: Hiroshima y Miyajima.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Nara

Como escribimos en la anterior entrada, la previsión para hoy era visitar Inari, y el bosque de bambú. Pero rectificar es de sabios, y las programaciones no mandan, si viajamos por nuestra cuenta es para poder hacer lo que queramos cuando queramos.
O sea, que mientras degustábamos esta mañana un fantástico capuccino en la cafetería Illy que hemos descubierto en la estación, nos hemos dado cuenta de que los miércoles cierra el mercado de
Nishiki, por lo que sí el jueves lo dedicamos a Nara, como estaba previsto, nos perdíamos esa visita. Y somos unos fervientes visitadores de mercados. Por lo que tienen de real, de la vida diaria de la gente, y de lo que comen, que es una parte fundamental de cualquier cultura.
Por ello hemos decidido ir hoy a Nara. Hemos bajado rápidamente a los andenes, y por suerte en menos de diez minutos ha salido un tren en la dirección que queríamos.
Como nos pasa siempre en este país, lo primero que nos ha sorprendido es el tamaño de la ciudad. Cuando uno lee las guías y los relatos de los blogueros , nunca se hace a la idea del tamaño real de las ciudades visitadas.


Por suerte la distribución de las calles es ortogonal, y eso nos permite orientarnos con facilidad. Conseguimos un plano básico en la oficina de turismo y nos ponemos a caminar hacia el parque de Nara, donde entre otras cosas veremos el Buda de bronce más grande que existe.
Nara fue la primera capital fija de Japón en el siglo VIII, aunque su capitalidad le duró menos de un siglo, para pasar después a Kyoto y finalmente a Edo, conocida hoy como Tokyo.


Llegamos pues al parque y lo primero que nos sorprende es ver unos pequeños ciervos deambulando tranquilamente por la calle, solos o en pequeños grupos. En el parque hay unos mil doscientos, y gozan del estatuto de tesoro nacional, ya que desde tiempos inmemoriales se les considera mensajeros de los dioses. 
Hoy en día estos mensajeros se dedican a acosar a los visitantes para que les den algo de comer, a ser posible las galletas que se venden en muchos puestos callejeros con ese fin, y si no hay galletas tampoco le hacen ascos a un plano, por ejemplo.


Nuestra primera visita es un bonito jardín llamado Isui-in construido por una familia adinerada en el siglo XIX para recibir a sus amistades y tomar el te en un entorno agradable y sofisticado.


Tras el jardín subimos hasta el Todai-ji, templo de dimensiones descomunales que alberga en su interior un Buda de bronce de unos quince metros de altura y quinientas toneladas de peso, que data de la época capitalina de Nara.


Se cree que posiblemente este sea el mayor edificio de madera del mundo, y hay que tener en cuenta que el edificio actual es un tercio del original. Su construcción estuvo a punto de llevar al incipiente imperio a la bancarrota, pero para el emperador era fundamental disponer de un icono que uniera a todo el país a su alrededor.


Al salir seguimos ascendiendo por el parque hasta el pequeño pero encantador templo de Nigatsu-do, desde el que hay una buena vista de la ciudad de Nara.


Seguimos el camino por el bosque en dirección sur, esquivando más ciervos hasta el santuario sintoísta de Kasuga Taisha cuya particularidad es la gran cantidad de linternas dispuestas a lo largo de todos los accesos, y que se encienden dos veces al año en lo que debe ser un espectáculo visual único y muy atractivo.




Después de la última visita ya solo nos queda regresar hasta la estación JR de Nara, a unos tres quilómetros, por suerte de descenso.
Hemos caminado mucho, y las piernas se resienten, pero ha merecido la pena el esfuerzo y el cambio de planes durante el desayuno. 
Mañana es el último día en Kyoto, y hay que aprovecharlo bien.

martes, 2 de septiembre de 2014

Segundo día en Kyoto


Hoy hemos previsto recorrer el norte de Higashiyama, del que ayer hicimos el sur. La idea es visitar el templo de Ginkaku-ji, para luego dirigirnos al sur por Tetsugaku-no-Michi hasta el templo de Nanzen-ji. Si nos quedan fuerzas cruzaremos la ciudad hacia el oeste para contemplar el famoso Kinkaku-ji, más conocido como el "Pabellón dorado".
Subimos con ánimos al autobús que en una media hora nos deja en las cercanías del primer templo. Hoy es el primer día en que hemos visto el sol y a las nueve de la mañana y cuesta arriba vemos que el día será muy bochornoso.
Ginkaku-ji fue la residencia que se construyo en el siglo XV un shogun al retirarse. Y a fe que se hizo una bonita casa con unos jardines hermosos. Lo que querría cualquier jubilado.


Cuando murió el shogun la casa se convirtió en un templo budista, uno de los más visitados de Kyoto.


Tiene diferentes jardines, tanto los tipo zen, con la típica gravilla rastrillada con increíble perfección, como los típicos jardines japoneses, con su estanque lleno de carpas, su cascada y sus árboles podados como esculturas vivientes.


Además desde la parte alta del jardín hay unas muy buenas vistas de la ciudad.


Lo que no podemos fotografiar, como en todos los templos budistas, es el interior, ya que esta prohibido y hay una comunidad de monjes. La sensación de caminar descalzo por la madera y los tatamis y el sonido de las oraciones de los monjes, con su repetición monótona que entra en el cerebro como un bálsamo son las experiencias que lleva uno consigo mismo cuando viaja y que son casi imposibles de transmitir a los demás. Hay que vivirlo.
Tras la visita salimos rumbo sur por Tetsugaku-no-Michi, que en nuestro idioma significa "el sendero de la filosofía". Es evidente que con un nombre tan sugestivo no podíamos dejar de recorrerlo, y quizás absorberíamos algo del filósofo japonés Kitaro Nishida que lo recorría a diario ensimismado en sus pensamientos. 
Es un camino que discurre paralelo a un canal, con muchos árboles, cerezos en gran parte, y que resulta un paseo muy agradable. Con un poco menos de temperatura, mucho más agradable.


Al final del camino entramos en el que creemos que es Nanzen-ji, nuestra segunda etapa, pero nuestra ignorancia del japonés nos confunde y entramos en el templo de Eikan-do. Cuando nos percatamos del error ya es tarde, pues estamos dentro. O sea, que a lo hecho, pecho. Y no nos arrepentimos del error, ya que nos encanta.



El error hace que hoy visitemos más templos de los previstos, pero no nos desvía de la siguiente visita que es Nanzen-ji. 
En este caso, también tuvo su origen en una casa de retiro, pero del emperador Kameyama,de allá por el siglo XIII, y después de su muerte pasó a su uso como templo. Al contrario de los anteriores, este es muy grande, empezando ya por su puerta o Sanmom.



Los jardines, para variar, son encantadores. Algunos arces ya comienzan a mudar de color, lo que nos da una ligera idea de lo que puede ser contemplarlos dentro de un mes.


Acabada la visita, debemos coger un autobús que nos lleve del este al oeste de la ciudad, pero como no somos capaces de encontrar la parada adecuada, decidimos bajar hasta la estación central y allí hacer transbordo a otro autobús que nos llevara hasta el Pabellón dorado.
El trayecto se hace un poco largo, pero por suerte el tráfico en Kyoto es bastante fluido. Cuando llegamos nos damos cuenta de que este es uno de los monumentos más turísticos de la ciudad por la cantidad de autocares, taxis y coches que hay en la entrada. De todas formas, como los espacios son muy amplios, y ya no estamos en temporada alta, tampoco tenemos agobios de gente.
La visita en este caso es simplemente para fotografiar el famoso edificio, ya que los jardines son bonitos, pero ya hemos visto otros mejores.




Bastante cansados, después de todo el día caminando con un calor pegajoso, todavía nos quedan fuerzas para ir a la zona de Pontocho, donde dicen que se puede cenar bien, y a veces ver una geisha.


La zona tiene ambiente, hay muchos restaurantes, nosotros somos muy indecisos, y de geishas, nada de nada.


La previsión para mañana es ir al bosque de bambú y a ver los toris de Fushimi-Inari Taisha.