Buscar este blog

viernes, 5 de septiembre de 2014

Hiroshima y Miyajima

Hoy volvemos a cambiar de hotel, o sea que nos levantamos temprano, recogemos unas maletas que cada vez cuesta más cerrar, y nos subimos al Shinkansen que nos dejara en un par de horas en Hiroshima.



Del viaje no puede decirse nada, ya que la eficiencia y puntualidad de los trenes japoneses los desnuda de anécdotas. Por cierto, aquí no hace falta crear un vagón silencioso, todos lo son, y esta prohibido usar el móvil, algo que ayuda mucho. Lo que sí es común es que todo el mundo come en el trayecto, y si no se lleva nada preparado se puede comprar a la señorita que pasa varias veces con un carrito en el que lleva tanto bebidas frías o calientes como comida.


La visita a Hiroshima se reduce al parque y el museo dedicados a la bomba atómica que los americanos (no hay que olvidar que son los únicos que la han usado, y por dos veces) tiraron sobre la ciudad en agosto de 1945.
Un tranvía nos lleva en pocos minutos desde la estación, y nos deja justo al lado del edificio que se conserva tal cuál quedó tras la explosión y que coincide casi exactamente con el punto en que estallo la bomba a unos 600 metros de altura. Es sobrecogedor ver las paredes tiznadas de humo, las vigas retorcidas, y los cascotes esparcidos por el suelo. Y eso que lo vemos en medio de un jardín con césped y árboles, no en medio del fuego y la destrucción. Junto al edificio unos activistas antinucleares hacen apología y explican su posición a quien quiera escucharles.


Cruzando el río entramos en la explanada de La Paz,  llena de monumentos commemorativos, entre los que destacan la llama permanente, que no se apagará mientras existan armas nucleares. También hay el cenotapio, un arca que contiene el nombre de todas las víctimas conocidas. Y el que más nos impactó, no tanto arquitectónicamente, sino por su significado, es el monumento a los niños que requiere una explicación.




Entre los centenares de miles de víctimas, se encontraban dos hermanas a las que la bomba no mató en el acto, sino de una forma más cruel. La primera de ellas comenzó a sentir síntomas de enfermedad a las pocas horas, como fiebre y diarrea o dolor de cabeza. Estos síntomas se fueron agravando con los días a medida que sus órganos internos se iban desintegrando, hasta que murió tras cuatro días de agonía. Era una niña.
Su hermana pareció correr mejor suerte, pero al cabo de pocos años desarrollo un cáncer linfático. Aunque en algún momento pareció superarlo, acabo muriendo en 1955, diez años después de caer la bomba. En el transcurso de su enfermedad, la niña se propuso hacer cinco mil grullas de origami o papiroflexia, ya que se considera un pájaro que trae buena suerte, y de esa forma creía poder luchar contra su enfermedad. Como murió antes de poderlas acabar sus compañeros de clase, como homenaje, lo hicieron por ella. 



La historia corrió por todo Japón y miles de niños han hecho desde entonces millones de grullas de papel, una buena muestra de ellas se encuentran tras el monumento que homenajea a todos los niños muertos y a los que luchan por la paz.


Al final de la explanada se encuentra el museo que explica que es una bomba atómica y que significó para los habitantes de Hiroshima. Sería fantástico no haberlo visitado, o mejor que no existiera, pero lo hemos visitado y hemos visto las ropas quemadas, las botellas derretidas por el calor, las vigas de acero retorcidas como sí fuera plastilina y las fotografías de la destrucción causada.
Da miedo pensar que la bomba que cayó sobre Hiroshima era de poca potencia comparada con las que hay en estos momentos en los arsenales del mundo, y que después de casi setenta años hemos retrocedido en lugar de avanzar hacia el desarme nuclear.


Todavía impactados regresamos a la estación para coger el tren hacia Miyajima y allí sucede la anécdota más increíble del viaje, ya que Carmen se encuentra con un compañero de trabajo que también ha venido de vacaciones a Japón. Es curioso que sí hubiéramos tardado cinco minutos más o menos en hacer la visita, o si hubiéramos decidido ir a comer a otro sitio, nos habríamos cruzado sin enterarnos, pero las casualidades son así.


Tras la comida cogemos un tren local (un cercanías para nosotros) que nos lleva a Miyajima-Muchi donde debemos coger el Ferry que nos llevará a la isla de Miyajima en un corto trayecto de unos diez minutos. Antes de entrar en el embarcadero ya podemos avistar el principal motivo de nuestra visita a esta isla: el tory flotante.


Bajamos del barco sin tener idea de donde se encuentra nuestro hotel, según las indicaciones de Booking está a diez minutos caminado del embarcadero y con el calor que hace se nos hace un mundo. Pero, maravilla! Justo a la salida hay aparcado un microbús con el nombre del hotel y su amable conductor tras comprobar que estamos en la lista de huéspedes (eficiencia japonesa) nos traslada cómodamente hasta el hotel. Allí nos están esperando sendas camareras que después de saludarnos con una gran reverencia, se hacen cargo de nuestras maletas mientras hacemos los trámites de entrada. Un botones con aspecto y vestido de judoka nos acompaña a nuestra habitación llevando nuestras dos maletas en volandas (33 kilos en el aeropuerto) y nos enseña nuestra fantástica habitación típica japonesa, con su tatami en el suelo, los paneles de madera y papel, y las mesas bajas con unos sillones sin patas que a Jorge se le aparecen como potros de tortura, dada su poca flexibilidad. Además nos muestra nuestras yukatas, una especie de kimono sencillo, y nuestras sandalias, que nos servirán mientras estemos alojados.




Salimos a pasear y sobre todo a fotografiar el gran tory y el templo flotante al que da entrada. Antiguamente la isla era considerada sagrada y no podía pisarse en ella, por lo que los fieles llegaban en barca atravesando el tory y luego desembarcaban directamente en el templo que se encuentra sobre el mar como un palafito.


Por la noche decidimos arriesgarnos y bajar a cenar vestidos con la yukata, entramos con miedo a hacer el ridículo en el comedor, pero nadie se fija en nosotros y hay más clientes vestidos igual, por lo que disfrutamos de una espléndida cena de una docena de platos típicos de la zona que el maitre se esfuerza en explicarnos en inglés, lo que dado nuestro nivel y su acento no nos ayuda mucho.
Tras la cena nos damos el gustazo de salir a pasear así ataviados, ya que cuando se va el último ferri queda la isla tranquila y vacía, y podemos contemplar con tranquilidad los monumentos iluminados y el maravilloso lugar en que pasáremos esta noche.



Mańana volvemos a Tokyo y nos esperan unas cuantas horas de tren.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nos encanta recibir vuestros comentarios, y responder a vuestras consultas si tenemos respuesta.