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sábado, 30 de agosto de 2014

Nikkó

Hoy tocaba madrugar para acercarnos a Nikkó, unas dos horas al norte de Tokyo, en una zona montañosa declarada parque natural y patrimonio de la humanidad por la UNESCO.
Como las posibilidades de ir a un sitio concreto son varias ya que existen muchas compañías de ferrocarril, diferentes combinaciones y mucha frecuencia de paso, hay que preparar los trayectos con antelación para tener claro el tren y la hora, si nos sirve el pase JR (imprescindible), y si hay que reservar asiento. 


En nuestro caso iremos hasta la estación de Tokyo para subirnos allí al Shinkashen, el famoso tren bala que nos dejará tras unos cincuenta minutos en la estación de Utsunomiya. Allí realizamos un transbordo a un cercanías de la Nikko líne que nos llevara hasta la estación final de Nikkó.


Así escrito parece fácil, pero antes hemos utilizado una aplicación llamada Hyperdia que nos da un montón de alternativas en horarios, transbordos y precios. Y es que el ferrocarril en Japón no tiene nada que ver con nuestra Renfe o nuestros Ferrocatas, ni en frecuencia ni en limpieza ni en eficiencia.
Antes de partir, en la misma estación compramos unos bentos, las típicas cajas con comida para llevar que aquí usa todo el mundo, y que resultarán una buena elección, como comprobaremos luego.


Tras un viaje sin incidentes llegamos al pueblo de Nikkó, que debemos de atravesar para llegar a la zona de los templos. El paisaje no tiene nada que ver con la planicie de Tokyo. Estamos en una zona montañosa, llena de bosques frondosos y muy verde y húmeda. Además el día acompaña y no amenaza lluvia.
El parque comienza en la confluencia de dos ríos, justo donde se encuentra el famoso puente de Shinkyo, un icono que no nos resistimos a fotografiar.



A partir de aquí comienza la subida y la visita a los templos que se encuentran dispersos entre un inmenso bosque de cedros inmensos. Suponemos que un día de diario el lugar puede invitar al recogimiento, pero hoy al ser sábado hay una gran cantidad de visitantes que por suerte son silencios y respetuosos.


El santuario principal se llama Toshogu, e impresiona por la riqueza de las construcciones, las tallas de madera y los caminos de entrada.


De todas formas, al igual que en nuestros santuarios y monasterios, aquí también llega el mercantilismo, y los monjes se dedican a vender medallitas, amuletos y cobrar entradas.
Entre las cosas curiosas que vemos hay un relieve tallado en madera con los tres famosos monos del no ver, no oír y no hablar del budismo.


También llama la atención que conviven sin problemas santuarios sintoístas con templos budistas, cuyas diferencias queremos estudiar para comprender mejor tanto las religiones como las culturas que las arropan.






Damos buena cuenta de nuestros bentos, y los acompañamos a modo de postre con un mochi, un pastelito de arroz relleno en nuestro casó de te verde. El tacto y el sabor son sorprendentes de entrada, pero muy agradable. Repetiremos.


Volvemos a Tokyo sin contratiempos, salvo que adelantamos la hora de regreso y eso nos obliga a usar un vagón sin asientos reservados en el Shinkashen. 
Ahora toca recoger el equipaje, porque mañana nos vamos a Kyoto, la antigua capital de japon durante unos mil años y donde esperamos poder ver alguna geisha.




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